EL CASCABEL

La Historia presa del academicismo
Por Marco Antonio Gutiérrez Mendoza

Estimado lector le saludo afectuosamente y espero se encuentre de lo mejor. Si usted no tuvo la oportunidad de leer mi última entrega de hace dos semanas le platico que se trató de la labor social de los intelectuales. En pocas palabras desglosaba en el texto que un “intelectual” como cualquier miembro de una sociedad, tiene una responsabilidad social y que su producción idealmente debe ser crítica y abonar a la revisión de los temas más sensibles. En particular relataba el cómo en muchos casos desde la literatura, existen personajes domados que sacan ediciones y ediciones de ejemplares para agraciarse con una cúpula “academica” y cultural, y que en muchos casos la industria editorial en su conjunto no está respondiendo a dar voz, o peor aún, letra a las demandas sociales más socorridas de nuestro tiempo.

En esta entrega me gustaría la reflexión sobre más o menos el mismo tema, y este es la responsabilidad de esos intelectuales que escriben la historia. Estamos de acuerdo que hoy en día si alguien se quiere enterar sobre la vida de un personaje o un momento histórico es relativamente sencillo el googlear el tema y te arrojará un número inmenso de fuentes, muchas de ellas no tan confiables, pero al punto a que quiero llegar es que con la llegada del internet la historia, como muchos otros temas, se han socializado y democratizado pero desgraciadamente banalizado y alejado del uso de fuentes confiables.

Del otro lado del espectro siguen existiendo instituciones dedicadas a la formación y reproducción de estudios históricos desde la llamada “academia”, es así que organismos como el Colegio de México y más claramente instituciones de educación superior forman y distribuyen investigación científica histórica.

Hasta aquí todo va bien, es decir, gracias a las instituciones antes mencionadas, más otras, se tienen estudios serios que contrastan con los alegres, pero en muchas ocasiones poco informados, reportes y textos de crónicas que aunque no dejan de ser muy entusiastas pero que se acercan más al anecdotario que al análisis a fondo de un hecho histórico y el proceso que conlleva. Pero no, estimado lector, no escribo lo anterior para decir que desde las universidades sólo y exclusivamente se escriben cosas que modifican las condiciones estructurales o los preceptos identitarios más arraigados, que cuestionan el pasado.

Desafortunadamente a mi parecer, las instituciones encargadas del estudio histórico viven en el llamado “academisismo” que como comentaba en mi entrega anterior, se dedica más a juntar puntos y a congratularse con sus colegas. Aquí hago una pequeña distinción que no todas las personas que escriben historia e historiografía caen en este plano, afortunadamente hay personajes muy comprometidas con causas sociales, pero desafortunadamente significan una minoría, la mayoría se pierde en la redacción de gacetas universitarias o tesis que son debatidas en congresos gremiales y al final quedan guardadas en estantes o repositorios de datos de la institución de donde procede el personaje, así, sin trascender.

Desgraciadamente esto no sólo afecta a la llamada academia, haciendo personajes que se pasan toda su trayectoria juntando puntos sino que al final el intelectual, el especialista en la Historia como ciencia debe, al igual que cualquier otro, comprometerse con su colectivo, realizar una profunda revisión de los discursos históricos y desmitificar la llamada historia de bronce que sólo divide las cosas, crea personajes “buenos y malos”, así como privilegiar el dato sobre el proceso.

Pero no, muchos historiadores, de esos que están en la academia están inconexos, consciente o inconscientemente de la realidad que les rodea o si no lo están se encuentran distantes de las esferas de acción del poder.

Repito, que por supuesto no todos y todas las personas que se dedican a la historia tienen estas características, insisto, hay historiadores e historiadoras con un alto compromiso social, pero la realidad es que en la batalla para resignificar la historia, el oficialismo y la construcción de un discurso de homogenización que nace desde el aparato educativo va ganando por mucho, que los ciudadanos se están quedando con la concepción de la Historia como esa materia de la primaria, secundaría y preparatoria que aporta datos a memorizar pero que poco o nada tiene que ver con su vida.

Es labor de los académicos y sus instituciones el cuestionar esos discursos, reformarlos y dialogar en una relación de igual con el poder gubernamental y político. En juego está la formación de las y los mexicanos de nuestro tiempo. Periodos como la Revolución Mexicana o la Reforma merecen ser analizados y verdaderamente cuestionados desde los primeros grados de educación. Nuestro país merece una escuela crítica y cuestionadora, reformista con las costumbres y preceptos de la sociedad.

A últimas fechas veo en publicaciones de colegas que actúan en la academia la palabra “critica”, refiriéndose al pensamiento que cuestiona, a los estudios que transforman, pero en mi opinión se está banalizando y hoy cualquier cosa pasa como pensamiento crítico, y si bien lo puede ser las discusiones y creaciones historiográficas de nada sirve ser críticas si terminan en tertulias o intercambios en cámaras y foros limitados.

Es menester cambiar esto, no es un tema menor, implica que se comience a cuestionar eso que creemos tan fijo como nuestro pasado, es responsabilidad de los historiadores e historiadoras el cuestionar, poner el dedo en la yaga, acercarse al periodismo a la política, pero no sólo para avalar regímenes hegemónicos sino para transformarlos, transformar los sistemas educativos y resignificar la historia.

Por lo pronto queda señalarlo y repensar la historia, todos en conjunto, todos por un presente y futuro más crítico.

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