Viaje a la ciudad
Por Germán Campos
En 1990, Nico se armó de valor y cumplió una de muchas promesas que hizo en su adolescencia frente a varios de sus amigos: se fue de su ciudad natal que tanto detestaba y llegó al deefe. Durante gran parte de su adolescencia, sus miedos a despedirse de lo que le daba una falsa sensación de satisfacción habían sido más fuertes que su entusiasmo. La verdad es que siempre se sintió fuera de lugar y solo necesitaba una coartada lo suficientemente bien estructurada para dar el primer paso de muchos que le tomaría llegar a su destino imaginario.
Eso de ser un niño aventurero es algo que siempre le reprochaban en su casa. Su padre, que era con el que Nico vivía, tachaba de izquierda a derecha sus ideas de vivir lejos de lo que él le ofrecía. Jamás fue intrépido pero consideraba que su vida debería tener algunas aventuras para rendir cuentas con alguna divinidad después de muerto y que le reclamara haber desperdiciado el oxígeno que consumió. Creía en la idea de que los fantasmas habían sido personas “dioquis” y se les había negado la entrada al paraíso. Juraba que esa idea no era de él sino que la había leído en algún libro.
Nico acostumbraba tumbarse en su cama con la guitarra sobre su cuerpo y pasar horas haciendo vibrar las cuerdas. De vez en cuando, a través de su grabadora precaria, Nico grababa canciones que él mismo escribía y cantaba hasta altas horas de la noche. Se aseguraba de grabar una canción en cada casete para no perderlas todas juntas en caso de que su padre las encontrara y las aventara a la basura o que ocurriera una estupidez mayor.
Como no tenía dinero para comprar discos o siquiera un estéreo decente, buscaba a propósito personas que hablaran de la misma música que le gustaba a él y les pedía acompañarlos a sus casas con la intención de seguir hablando del tema. Su verdadero plan era encontrar el momento en el que el anfitrión se distrajera para robarle uno o dos casetes sin levantar sospechas. Este plan austero no le funcionaba siempre bien y con frecuencia le conseguía una golpiza que lo dejaban medio muerto en la banqueta o con el maxilar fracturado.
Para cuando cumplió dieciséis años, tenía todo listo para largarse de ese campo de concentración, como le llamaba a su casa y, en general, a su entorno. Consiguió unos cuantos trabajos mediocres que poco le importaban (lo despedían casi de inmediato) para poder juntar el dinero suficiente para el costo del pasaje hasta el deefe y poder conseguir un lugar mientras encontraba con quien compartir un apartamento. Vendió lo que tenía de valor en su cuarto excepto su guitarra y sus casetes. Se engañó a sí mismo diciendo que con eso le alcanzaría y compró el boleto de ida y, a su vez, de salida del infierno en el que juraba vivir.
Un jueves a las siete de la mañana ya estaba con su mochila en su espalda y su guitarra en la mano sobre el autobús que se convirtió en su compañero durante las siguientes quince horas. Su cuerpo se llenó de una sensación que por momentos le hacía sentir que podía hacer lo que quisiera; que incluso no había necesidad de irse de ahí. Nico se convenció a sí mismo que debía ser la voz de algún demonio tratando de frustrar sus planes. Después de dormitar algunas veces y un par de paradas para comer e ir al baño, por fin pudo ver por la ventana uno de esos letreros sobre la carretera que dan una fría bienvenida al destino final. Ya no hay vuelta atrás, pensó, y se echó a reír con un tono de burla mientras tomaba su guitarra del asiento junto a él.
Al salir de la central camionera, lo único que se le pudo ocurrir a su mente desgastada después de ese aburrido viaje fue preguntarle a un taxista dónde podía encontrar un hotel barato. Solo necesitaba pasar la noche en ese lugar y ya al día siguiente comenzaría lo verdaderamente bueno. Al menos, así lo visualizó en su mente. Un taxista bastante malhumorado, tal vez por el trabajo tan monótono que tenía, le dio unas cuantas instrucciones y, tras casi dos horas, Nico dio con el lugar y pudo rentar un cuarto medio decente por el precio que pagó.
Cuando el encargado del hotel le mostraba el cuarto por el que pagó, Nico le preguntó si conocía algún lugar donde le permitieran cantar y tocar la guitarra para ganarse unos pesos. El encargado no pudo contener sus carcajadas. Eso es de niñas, dijo. Nico no entendía la actitud del individuo y, sin razón aparente, sintió una avalancha de emociones entrelazadas. Trató en vano de contenerlas en contra de aquel hombre risueño. En minutos, los puños de Nico se cubrieron de sangre y el rostro del encargado del hotel había desaparecido casi por completo. La sonrisa se había ido de la boca de ese cuerpo inerte y esta vez apareció en la de Nico.
Tras quedarse por media hora junto al muerto, Nico decidió marcharse. Mientras recogía su mochila y su guitarra, los casetes que grababa en su cuarto le vinieron a la mente. Abrió una bolsa en su mochila donde los guardó, tomó el primero que su mano pudo encontrar y lo puso sobre el pecho del encargado del hotel. Tú me vas a hacer famoso, le dijo al hombre sin rostro y se largó de ahí.
Caminó durante un rato, ni siquiera él supo por cuánto tiempo, regresando y adelantando la cinta en su cerebro donde se grabó la imagen del reciente difunto. Por más que lo intentó, no pudo descifrar el motivo original que lo metió en ese laberinto. Tal vez es algo que todos los que vienen en esta ciudad sienten la necesidad de hacer, se dijo a sí mismo. Siguió caminando hasta llegar a un local de comida que tenía pocos comensales en ese momento. Decidió entrar y pedir el baño. Con las manos dentro de las bolsas de su sudadera y la mochila y la guitarra colgando de su espalda preguntó dónde estaba el baño y pidió el primer platillo que le ofreció el mesero. Lavó sus manos lo mejor que pudo con los restos del jabón en polvo sobre el lavabo, echó agua sobre su rostro y su cabello y salió.
El mesero levantó una mano al ver a Nico salir del baño para indicarle dónde había un lugar disponible y le dijo que su orden no tardaría mucho más. El asiento de Nico estaba cerca de una pareja que parecía discutir. La mujer negaba constantemente con la cabeza y el hombre, cada vez más desesperado, manoteaba y golpeaba la mesa de plástico, lo que incomodaba a las demás personas que se encontraban en el lugar. Por supuesto que Nico lo notó. Esta vez, decidió no hacer nada. Un problema en una noche era suficiente para cualquiera.
Minutos después, Nico terminó de comer. Dime cúanto debo, le dijo al mesero. Puso el total sobre la mesa, tomó sus cosas y por un momento miró a los ojos al hombre que aun mostraba su gesto de molestia contra la mujer. ¿Qué tengo en la cara, güey?, le dijo el hombre a Nico. Su respuesta fue una sonrisa boba. De un salto, el hombre se puso de pie y le lanzó un golpe a Nico quien lo alcanzó a esquivar. Nico tomó su guitarra del mástil con ambas manos y la estrelló contra el rostro del atacante. La mujer se alejó de la mesa con gritos de espanto mientras Nico se hincaba junto al hombre que un momento antes recibió el peor golpe que un total desconocido le había propiciado. Nico alcanzó su mochila, sacó un casete de una de las bolsas y lo puso sobre el pecho del hombre malherido. Tú me vas a hacer famoso, le dijo y presionó su rodilla sobre el cuello del atacante. Después de unos minutos, el hombre dejó de respirar.
Nico salió caminando del lugar entre los gritos de los comensales que pedían una patrulla y una ambulancia. Unas cuadras más adelante del local de comida, Nico se acercó a un parque del lado de la acera izquierda, se adentró en él y se sentó en una de las bancas que estaban alrededor de una fuente. Permaneció en la misma posición hasta que vio el amanecer a través de las hojas de los árboles. La sonrisa que había aparecido en su rostro por primera vez en el cuarto de hotel unas horas antes aún seguía bastante viva.
Nico se levantó con su mochila sobre su espalda y decidió caminar para alejarse de ahí lo más posible. Mientras caminaba sin un destino en mente, notó que un grupo de patrullas recorría las calles. No creo que me quede mucho tiempo, pensó, y buscó un teléfono público. “Tengo que llamar a mi padre.”
En frente de una farmacia, Nico vio un teléfono de monedas. Buscó en la bolsa de su pantalón y ahí encontrar algunas; recordó que esas fueron el cambio de dos burritos y una soda que compró a la mitad del trayecto a ese lugar. Tomó el auricular, depositó las monedas y marcó el número de su casa. No hubo respuesta. Esperó unos minutos y lo intentó de nuevo. Mismo resultado. Lo volvió a intentar pero esta vez dejó que el teléfono sonara hasta que se cortó la comunicación. En ese momento, Nico comenzó a hablar a través del auricular sin la presencia de un receptor. ¿Qué crees, pa’?, dijo, voy a lograr lo que quería. Voy a ser famoso aunque no de la forma en la que pensé, continuó hablándole al auricular, y todo lo logré en un día. Ya no seré una persona “dioquis.” Tú mejor que nadie, dijo, sabes el miedo que me causaba la idea de convertirme en un fantasma, de consumir oxígeno sin un propósito. Pero eso ya no va a suceder, siguió hablándole al receptor inexistente, ya me va a conocer mucha gente ahora sí. Nico se quedó sin fuerzas y comenzó a llorar. Dejó caer el auricular y se sentó en la orilla de la banqueta aun en medio del llanto.
A la distancia, aun podía escuchar las sirenas de las patrullas que Nico aseguraba que venían por él.