EL HILO DE ARIADNA

Entre lo posible y lo improbable de nuestro futuro.
¿Cómo recuperar lo perdido?

Heriberto Ramírez

Nuestra vida ciudadana se ha empañado con una capa de información, en apariencia transparente, aunque más bien se trata de una nata que cubre todo el acontecer de nuestra vida cotidiana. Muchos de nosotros iniciamos el día escuchando, viendo o leyendo los pronósticos del clima. Otro, quizá, pensando en por qué su billete de lotería no resultó ganador; o tal vez lamentando lo errado de su apuesta por un pronóstico que resultó fallido a favor de su equipo favorito. Se trata del velo de la incertidumbre.
Por más cálculos y estimaciones que se hagan sobre las posibilidades de la ocurrencia de tal o cual evento o acontecimiento sabemos que al final todo pende de un cálculo incierto de probabilidades. O dicho en otros términos, nada es seguro.
Así, en estos momentos el universo político con miras a las elecciones presidenciales de México, Estados Unidos, o cualquier otro país es un espacio colmado de encuestas y pronósticos con metodologías diversas todas apuntando a la ocurrencia de un futuro probable o posible. Aunque las certidumbres se han llevado grandes descalabros; y lo improbable se ha llevado inimaginables sorpresas. Como sea, lo probabilístico se ha posicionado en una línea de razonamiento, al parecer, ineludible. Esto ha conducido a una situación complicada, aferrarse a un presente tangible y vívido pero que nos ha llevado a empeñar un futuro todavía distante, aunque inexorable. Preferimos apostar por lo redituable en la inmediatez a un futuro que tal vez no ofrezca los bonos necesarios para asegurar un entorno deseable. O como reza la conseja popular, “más vale un pájaro en mano que un ciento volando”.
Esto podría parecer un asunto menor, si no fuera porque en nuestro día a día recibimos una impresión de que no supimos anticipar de una manera adecuada el porvenir. La insuficiencia en la generación de energía eléctrica, los microplásticos que están por todos lados, la falta de agua, guerras, violencia organizada, contingencias ambientales, migraciones masivas, o el cambio climático y un largo demás. Y esto puede ser así porque en su gran mayoría los planes políticos apuestan por la inmediatez de los resultados. Los líderes políticos dotados casi siempre de un ego desmedido anhelan verse inaugurando las grandes obras y no heredar frutos para las administraciones venideras.
Esto me recordó el libro El futuro y sus enemigos de Daniel Innerarity. Quien con una perspicacia solvente reflexiona sobre la forma en que gestionamos nuestro futuro, nos recuerda que somos los únicos seres vivos que saben que hay futuro. Pero, nos aclara, que esto no conlleva que sepamos qué hacer con este saber, “porque pensar en el futuro distorsiona la comodidad del ahora, que suele ser más poderoso que el futuro, porque es presente y porque es cierto; el futuro, en cambio, es algo que debe ser imaginado anticipadamente y, por eso mismo, siempre es algo incierto”.
Nuestro desdén a lo porvenir puede ser atribuido a que suele ser de lo más elusivo. Pues todos nuestros intentos por imaginarlo han fracasado estrepitosamente. Por más que nuestra imaginación se ha esforzado por vislumbrar lo que está a la vuelta de los años nunca ha tenido la fortuna esperada. Ser futurólogo a resultas ha sido un oficio poco redituable. Sin embargo, este desencanto está siendo bien aprovechado por los políticos de profesión que se acomodan a este juego en el que los ciudadanos se muestran escépticos a los horizontes prometedores. Al margen de las ideologías de partido todos los políticos se han convertido en vendedores cortoplacistas.
¿En qué forma podría ser recuperable nuestro futuro? ¿Cómo podría ser viable diseñar políticas orientadas a mitigar esa desesperanza hacia el futuro que parece agobiar al mundo? De nuevo Innerarity entra al quite, primero para advertirnos en contra de los que él considero los enemigos del futuro: los que lo conciben sin considerar toda su complejidad, quienes lo planifican sin respetar su casi nula transparencia, y también están aquellos que se abandonan plácidamente a un supuesto transcurrir natural de las cosas.
Luego, pasa a sugerirnos que “lo que necesitamos es una política que haga del futuro su tarea fundamental, empeñada en impedir que la acción se convierta en reacción insignificante y que el proyecto se degrade a idealismo utópico”. Esta conseja recobra vitalidad en el momento actual, en que se requiere de toda la perspicacia ciudadana para deliberar sobre la conveniencia de las distintas propuestas políticas, aunque estas le parezcan pobres o inverosímiles, lo que importa más es fortalecer el ejercicio deliberativo.
Necesitamos darle la vuelta a un sistema político y cultural retorcido hacia un presentismo crónico sin un compromiso con el futuro colectivo, desesperanzado, precavido en exceso y cargado de improvisación. Eso solamente lo podremos hacer apostando por una ciudadanía abierta a una discusión bien enfocada en lo que puede ser nuestro mejor futuro, capaz de aprender formas de gestionar lo incierto, porque a final de cuentas en esta vida muy pocas cosas son seguras.

 

 

 

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