De alambradas y plantas nativas
Heriberto Ramírez
Para muchas regiones, por ejemplo, donde yo habito con mi familia y con cientos de miles más, el agua parece ser en un futuro no tan lejano un serio problema. El cambio climático se cierne amenazante sobre amplias regiones del planeta. Los efectos acumulados por siglos de la actividad humana han terminado por influir en los patrones climáticos.
Enumerar las actividades que nos han conducido ante esta encrucijada sería algo interminable. Las podemos encontrar por todos lados. La forma en la que utilizamos el agua, la mayoría de las veces, se antoja irracional. En mi entorno somos afectos a cultivar plantas de climas tropicales, o a plantas con una demanda impensable de consumo hídrico. El nogal, la ganadería, la producción lechera, son prácticas usuales, por mencionar algunas, con una alta demanda de agua, en zonas donde el agua es menos abundante.
Hace ya tiempo cayó en mis manos El libro de los sucesos de Isaac Asimov, un texto dedicado a recopilar hechos de todo tipo que han ejercido alguna influencia sobresaliente en el devenir humano. Ahí me llamó la atención el siguiente pasaje:
“De acuerdo con la leyenda, fueron el vaquero y el revólver de seis tiros los que ganaron el Oeste. En realidad, fueron el arado de acero, las cercas de alambres de púas y el molino de viento portátil, los que hicieron posible que el progreso se estableciera allí.”
A partir de ahí fui observando los efectos, principalmente, de las alambradas de púas. Como vastas regiones del septentrión mexicano fueron demarcadas por casi interminables alambradas de púas. El afán humano por delimitar el alcance de sus dominios, a veces, de unas cuantas hectáreas se convirtió en una clase de imperativo. Traducido en regulaciones legales, que nos obligan a demarcar un espacio mínimo. El asunto llama la atención por sus efectos en distintos órdenes de la vida biológica y doméstica.
Las alambradas de púas han detenido o limitado el flujo migratorio de muchas especies animales, bisontes y berrendos, principalmente. Pero, para su instalación usualmente se utiliza postería local, es decir se echa mano de mezquites, táscates, encinos y todo aquello que pueda servir para este fin. Es decir, que en la medida de la extensión de una cerca se utilizan los recursos maderables existentes. Así, vemos cercas interminables, y de la misma forma la ausencia de vegetación arbórea nativa.
Rancheros, ganaderos y agricultores se han aplicado a esta práctica, de proteger sus predios con largas alambradas, pero al utilizar elementos naturales del entorno han propiciado una deforestación importante. Digamos, que si bien este recurso ha contribuido a resolver problemas entre humanos ha generado otros, dignos de ser tomados en cuenta.
Llama la atención que en los jardines públicos o camellones urbanos abunden las palmeras tropicales y otras plantas exóticas, mientras escasean las plantas nativas como táscates, mezquites, huizaches, mimbres, garambullos, baiburines, tabachines y demás. Como si hubiese un desdén declarado a la flora autóctona.
Lo anterior me hace recordar a nuestro botánico universitario, ya retirado, el ingeniero Leopoldo Carvajal, impulsor y defensor de la vegetación originaria. Aún resuenan en mis oídos sus palabras cargadas de sarcasmo cuando a raíz de aquella histórica helada en 2011 gran parte de la vegetación de muchas jardineras públicas se secó, por no pertenecer a la región, diciendo la expresión típica ante la calamidad: “se los dije”.
Este desdén hacia nuestra propia vegetación puede verse en nuestros viveros, pues hay muchas otras plantas de regiones lejanas pero no las nuestras. Esto, desde luego tiene otras consecuencias, entre ellas, está el mayor gasto de agua y una desprotección de nuestra flora, que ha contribuido a una deforestación del entorno, antes, dicen, rodeado de encinos y otras especies arbóreas; y por lo tanto también sobre la fauna.
Somos una región semidesértica, por qué buscar una apariencia tropical donde el clima es una amenaza permanente a cierta clase de vegetación. Aprender a valorar la belleza de nuestros árboles y plantas, además de reeducar nuestra mirada, nos invita a crear un entorno más racional, a través de una jardinería sostenible. Y sobre todo porque se convierte en una lección permanente de que la disponibilidad de agua tiene un límite; y que de manera recurrente estamos haciendo de ella un uso inadecuado.
Las malas prácticas de manera inevitable conducen al desastre.