
Recordando la muerte, considerada por Sócrates, mejor para él
Por Mario Alfredo González Rojas
Pensar en la muerte depende de las circunstancias que nos rodean. Ahora muchos andan pensando en los altares de muertos porque ya se acerca el 2 de noviembre, y es un discurrir sobre quiénes serán los recordados y por qué razones.
Me levanté con las campanadas del templo cercano y pensé: “están llamando a duelo”. Como está cerca la celebración de los difuntos, se me vino encima ese pensamiento. Y al acordarme que tengo que mandar mi artículo, se me ocurrió hablar de los últimos días de Sócrates (fallecido en el año 399 antes de nuestra era), precisamente por lo que pensaba el Padre de la Ética sobre la muerte, sobre su muerte.
Ahora, hay que reconocer, que cada quien piensa en su propia muerte, sobre todo al mencionarse que alguien falleció. Un caso lejano, el de Omar Keiyam, el célebre poeta persa (1048-1131), conocido como el poeta del vino, en uno de sus poemas decía, que cuando muriera quería que lo sepultaran en la taberna, y que al preguntar alguien al tabernero por él, este contestara: “está ahí, convertido en polvo en el rincón de la taberna”.
La realidad, es que cada quien puede imaginar o soñar con lo que se le antoje, y más tratándose de “lo que no conocemos y apenas sospechamos”, cual es la muerte, como dijera el gran Rubén Darío en “Lo fatal”.
Al condenar a muerte a Sócrates por los delitos inventados, de que corrompía a la juventud y de que no creía en los dioses de Atenas, se vino la catástrofe encima para sus discípulos, quienes habían hecho hasta lo imposible para que eludiera la acción de la justicia, con el argumento de que era inocente. Y perder un maestro así, no era cualquier cosa. ¡Imagínese usted!
Después refutó Sócrates, que era preferible que lo condenaran injustamente, que por alguna culpa, y de que no se escaparía de la prisión, porque él siempre aconsejó el respeto a la autoridad y a la ley. Frente a la muerte, próximo a beber la cicuta, concluyó en que era preferible morir, ya que posiblemente estaría bajo mejores condiciones que las que venía padeciendo en la cárcel.
Agregaría, que en caso de no haber otra existencia, la nada sería lo mejor que pudiera esperar. El maestro dictaba otra cátedra de filosofía, la última a sus queridos discípulos. Les costó mucho a éstos, aceptar esos argumentos, pero para el maestro era lo mejor, aún en el escenario de la injusticia de que sería objeto.
Uno dice, el muerto se queda solo, pero no es así, él, para él no existe; la soledad se siente, sólo cuando hay conciencia de ello, cuando nos podemos dar cuenta.
Gustavo Adolfo Bécquer, escribió: “Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos, taparon su cara con un blanco lienzo, y unos sollozando y otros en silencio, de la triste alcoba todos se salieron…¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” Es una parte de su Rima LXXIII.
Pero yo siempre me he dicho: no, los que se quedan solos son los vivos, los dolientes que lo querían al que se fue para siempre. Entonces la soledad se queda como clavada en el corazón, y aunque las cosas de la vida nos disfracen las vivencias, nada removerá el dulce recuerdo que en forma consciente o inconsciente anidará allí para siempre.
En resumidas cuentas, le tenemos que dar la razón a Ortega, con lo que dijo de “yo soy yo y mi circunstancia”. Depende por las que estemos pasando… para elegir la mejor opción. La muerte era apetecible para Sócrates, como la vida lo es para el mozalbete, que siente que nunca se le van a acabar las ganas de vivir y de que la vida es un ancho mar. Uno y otro tienen razón, aunque a la mera hora quién sabe.
“Todo depende”, como dijo el anciano sabio.