
El efecto invernadero y el progreso
Por Enrique Pallares R.
Vivimos un momento crucial en la vida de nuestro planeta y en la posibilidad de supervivencia de las diferentes especies de organismos vivos que lo habitamos. Los hechos que evidencian el cambio climático están a la vista, y los organismos vivos que somos conscientes de ese hecho no logramos dimensionarlo en todos sus efectos.
La expresión “efecto invernadero” se usa para describir dos fenómenos que han observado los científicos. El primero es el proceso completamente natural por el que la atmósfera evita que el calor se escape al espacio, un mecanismo mediante el cual la temperatura media en la superficie de la Tierra se mantiene ni demasiada fría ni demasiado caliente. Gracias a estas condiciones la vida se extiende por todo el planeta.
Pero la expresión “efecto invernadero” también se usa para referirse al incremento del vapor de agua, el dióxido de carbono, el metano y otros gases de la atmósfera, que se ha registrado en el último siglo y que han contribuido al calentamiento global. La temperatura de todo el planeta ha aumentado en el último siglo y esto podría, más bien, ya está provocando un cambio climático a nivel mundial.
El efecto invernadero amenaza con traer consigo un aumento en el nivel del mar que inundará áreas costeras bajas, entre ellas el fértil y densamente poblado delta del Nilo en Egipto y la región del delta bengalí. Aumentarán las sequías en algunos lugares y enormes inundaciones en otros, con grandes pérdidas humanas, especies animales y de otros bienes.
Ya no cabe duda que la causa de este calentamiento es la propia actividad humana. La industria, los automóviles, los grandes cultivos y la manutención de enormes hatos de ganado, el uso de combustibles fósiles, entre otros. Por lo tanto, el Homo sapiens es el responsable en gran medida de este deterioro ambiental y de nosotros depende detenerlo.
Se dice que cuando las teorías quedan largo tiempo sin ser examinadas, tienden a adquirir cualidades míticas. Nos inclinamos a aceptarlas como ciertas, en ocasiones frente a testimonios bien claros en contra. Algunos de los mitos de esta clase son ciertas nociones aceptadas desde hace mucho que no resisten ser examinadas de cerca.
He aquí un mito que viene incluso de posturas científicas, nacido de otro mito, sustentado más generalmente por la sociedad entera desde tiempos victorianos: el mito del progreso. La confianza en que el progreso es inevitable abrió el camino a la aceptación de un concepto biológico de evolución y de una noción específica acerca del mecanismo del proceso, esto es que la evolución está ligada al progreso.
El efecto invernadero es uno de los casos en los que está detrás la idea de progreso. Esto es, situaciones en las que tenemos que elegir entre grupos muy diferentes de valores. Por ejemplo, los valores en juego en las polémicas sobre la conservación de las zonas vírgenes y bosques o bien la deforestación para zonas de cultivo o pasteo de ganado, está detrás la idea de cuál de estos valores proporciona más progreso.
Cuando se talan los bosques para que pueda pastar el ganado, se liberan billones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera. Se cree que el ganado mundial produce aproximadamente un 20% del metano liberado a la atmósfera y, nótese, el metano retiene 25 veces más calor del sol que el dióxido de carbono. Por otro lado, la tala de un bosque es una de las cosas que una vez que se pierden no se puede recuperar con todo el dinero del mundo.
Según ha señalado el antropólogo Marvin Harris, en su libro Caníbales y Reyes, el mito del progreso procede de la miopía que acompañó a un ascenso sin precedentes de los niveles generales de vida cuando la Revolución Industrial domeñó al fin el tremendo potencial energético de los combustibles fósiles.
Sin embargo, hay visiones culturales del mundo más típicas, en las que si bien, se predice cambio, no se percatan de la sombría perspectiva de circunstancias peores. El progreso sigue caracterizando nuestro punto de vista (occidental, pero que es ahora global), y que si bien recientemente ha padecido algunos golpes rudos, aun bajo su imperio más vertiginoso, la noción de que las cosas no son lo que solían ser, está siempre al acecho, sirviendo de contrapunto temático al mito del progreso en todos los órdenes.
Desbancar el mito del progreso impone un cambio de paradigma en la escala de valores y, por ende, el esfuerzo por disminuir el efecto invernadero merece la máxima prioridad. Por tanto, es evidente que incluso en el marco de una moral centrada en el ser humano, la conservación del medio ambiente tiene un valor de la mayor importancia posible.
Una ética del medio ambiente rechaza los ideales de una sociedad consumista en la cual el éxito se calibra por la cantidad de artículos de consumo que uno puede acumular. En esta ética más bien se debe juzgar el éxito en términos de las capacidades propias y la consecución de una realización y satisfacción reales. Tiene que promover la frugalidad o templanza en la medida en que es necesaria para minimizar la contaminación y asegurar que todo lo que se puede volver a usar se vuelva a usar. ¿Podremos hacer el esfuerzo por modificar estos arrebatados hábitos? o ¿dejaremos que la naturaleza, sin misericordia, nos obligue hacerlo?