
Aprisa o despacio: ¿cómo vivir?
Heriberto Ramírez
Lo humanos parece tenemos una vocación inherente por la velocidad. Nos afanamos en tener autos, trenes, aviones, barcos, cohetes, teléfonos, computadoras, encendedores, hornos y demás, cada vez más rápidos. El vértigo de la velocidad domina una buena parte de nuestras actividades domésticas y de nuestra vida. Todo indica, se trata de una propensión desde el origen de lo que nos hace humanos.
Día a día encontramos sorpresas de computadoras que pueden resolver los cálculos más completos en un tiempo mínimo, aviones capaces de recorrer las más grandes distancias en tiempos récord, o de amenazadores cohetes capaces de destruir sus objetivos gracias a sus altas velocidades. Nos entretenemos con programas televisivos de carreras de autos, caballos, lanchas, con un largo etcétera, que, por supuesto, incluye humanos.
El reloj y los cronómetros se han vuelto herramientas de uso cotidiano, ahora somos capaces de medir décimas, centésimas y milésimas de segundo, para tomar decisiones en torno a los parámetros de quién y cuándo resultó ser más raudo; y será quien se lleve las mieles de la victoria o las mayores ganancias de la bolsa.
Más sorprendente puede resultar escuchar a J. Craig Venter, el destacado biólogo molecular estadounidense, cuando nos cuenta que bastan “unos cálculos sencillos para enviar información de una secuencia electromagnética a un convertidor biológico situado en Marte en solo 4.3 minutos, para proporcionar a una instalación de colonos vacunas, antibióticos o medicamentos personalizados”. O que, el vehículo Curiosity de la NASA que explora el planeta rojo, si estuviera equipado con un dispositivo de secuenciación del ADN podría transmitir el código digital de un microbio marciano a la Tierra, donde se podría recrear el organismo en el laboratorio. Ahora que sí, entonces podríamos decir que la vida puede literalmente viajar a la velocidad de la luz.
Pero, ¿qué pasa con nuestra vida, como forma de existencia? Cuando observamos a nuestro lado a personas entregadas a vivirla con una intensidad nunca antes vista, a través del ejercicio físico desmedido, el consumo de comida, bebidas o drogas. Quizá dejándose llevar por un entorno apostando por imprimirle una mayor energía a todas nuestras actividades, incluso la misma música. De ahí la expresión de Kurt Kobain: “Es mejor arder que apagarse lentamente”.
Las reflexiones sobre la fugacidad de la vida encuentran en Séneca, el estoico tardío romano nacido en Córdoba, un buen espacio en su opúsculo De la brevedad de la vida, en él hay un pasaje en referencia a su desacuerdo con Aristóteles, quien se lamente al señalar que al ser la edad de algunos animales tan larga, que en unos llega a cinco siglos y en otros a diez, sea tan corta y limitada la del hombre, criado para cosas tan superiores. En contraste Séneca asume que “el tiempo que tenemos no es corto; pero perdiendo mucho de él, hacemos que lo sea, y la vida es suficientemente larga para ejecutar en ella cosas grandes, si la empleáremos bien. Pero al que se le pasa en ocio y en deleites, y no la ocupa en loables ejercicios, cuando le llega el último trance, conocemos que se le fue, sin que él haya entendido que caminaba”.
Los grandes avances en la medicina y en otras áreas relacionadas con la salud han logrado ampliar el tiempo de vida promedio de los humanos, valga la redundancia, en un tiempo relativamente corto, en relación con nuestra historia evolutiva. Ahora las personas adultas podemos llegar al final del viaje en mejores condiciones de vida, y por lo tanto con un margen mayor de tiempo para ver cumplidos nuestros proyectos.
El asunto es, cómo encontrar las respuestas adecuadas en un contexto que vive con una celeridad cada vez más intensa, con una sed insaciable de energía consumiendo todo a su alrededor, y contagiando nuestros estilos de vida para conducirnos por el mismo camino. Tal vez pueda resultar aleccionador continuar escuchando la voz lejana pero actual del pensamiento de Séneca: “Lo cierto es que la vida que se nos dio no es breve, nosotros hacemos que lo sea; y que no somos pobres, sino pródigos del tiempo; sucediendo lo que a las grandes y reales riquezas, que si llegan a manos de dueños poco cuerdos, se disipan en un instante; y al contrario, las cortas y limitadas, entrando en poder de próvidos administradores, crecen con el uso. Así nuestra edad tiene mucha latitud para los que usaren bien de ella”.
Así, cada cual empuja su vida, ya sea con un deseo febril por alcanzar el futuro ante un repudio o cansancio de su presente. Pero si coincidimos con Séneca, “aquel que aprovecha para sí todo su tiempo, y el que ordena todos sus días para que le sean de vida, ni desea ni teme al día venidero”. Y lo dice pensando en aquellos que han vivido embebidos en sus ocupaciones, sucediéndoles lo mismo que a los caminantes, quienes entretenidos en alguna conversación o alguna lectura, o algún interior pensamiento, se dan cuenta que han llegado al lugar antes de percatarse que estaban por llegar. “Así este continuo y apresurado viaje de la vida, en que vamos a igual paso los dormidos y los despiertos, no lo conocen los ocupados sino cuando se acabó”.
Así, aunque suene extraño, de los pensamientos distantes en el tiempo de viejos maestros todavía podemos extraer lecciones para la vida actual.