
Con tanta agua, ¡Aguas! No olvidemos la de 1990
Por Mario Alfredo González Rojas
De que llegaron las aguas, llegaron, a esta ciudad conocida como la de los tinacos, así como de los baches. Dicen que lo primero que ven los que vienen del norte al entrar a la ciudad son los tinacos; pero también, ya entrados por las calles, van descubriendo bache tras bache. La fama se alcanza de algún modo, ¿no?
Tuvimos el 19 de agosto una tromba, y ya habíamos tenido días antes otra, aunque menos dañina, pero aún y así, tumbó varios árboles, y causó otros desmanes. El caso es que este año ha sido muy “llovedor”, gracias a nuestra madre naturaleza. A ver si así, no nos suspenden tanto el servicio de agua, decimos los vecinos, mientras los que siembran han de estar, creo gozosos, supongo, pero no sé si sean oportunas estas aguas.
Con las lluvias, no son pocos los chihuahuenses que recordamos la tremenda tromba del 22 de septiembre de 1990, de aquél sábado negro que causó destrucción y muerte en la capital. Se dice que murieron unas 50 personas y que desapareció un buen número. Se destruyeron unas 360 casas y 700 resultaron con amplios daños. Y que alrededor de 12 mil familias resultaron dañadas de una y otra forma.
Este menda se enteró de la inundación hasta el siguiente día, el 23, y eso porque empezaron a hablar familiares de otras partes del estado, quienes preguntaban que cómo nos había ido con la tormenta, si no nos habíamos inundado. Esa noche dormí a pierna suelta, feliz por el fresco de la lluvia, sin prender el ruidoso abanico; muy ajeno a los duros trances que vivieron muchos hermanos chihuahuenses.
En estos tiempos son inconcebibles las inundaciones, cuando se pueden prevenir contando con el drenaje pluvial adecuado. Este debe ser un objetivo muy presente de la autoridad, la que sólo se conforma con decir que las tuberías son viejas y que hay gente que tira basura en las alcantarillas, en la calle, etc. Arreglar el drenaje pluvial debe ser un imperativo insoslayable, así como reforzar la cultura de la limpieza entre la población; de lo contrario, seguiremos viviendo a expensas de la dureza de los fenómenos naturales como el de la lluvia “desorbitada”.
Se requieren dinero y voluntad, cosas que a veces no se conjugan en la relación autoridad y sociedad. La noche del 19 de agosto, cuando la última tromba, recordaba un vecino mientras daba escobazo tras escobazo para sacar el agua de su cochera, lo que debieron haber sufrido los habitantes de la Ciudad de México, con la gran inundación que se produjo por las lluvias torrenciales del 21 al 22 de septiembre de 1629. Fue un caer de agua de “locura”, así lo mencionaban las viejas crónicas, que dejó completamente inundada a la ciudad. Lo que se pensó que duraría unos cuantos días para desaparecer, se prologó por cinco años, debido además entre otras razones por las lluvias habituales que no dejaron de hacerse presentes.
La Plaza Mayor, lo que es ahora el Zócalo o la Plaza de la Constitución se inundó de plano, subiendo el agua en partes un metro y en otras, hasta los dos metros. Alrededor de la Plaza Mayor quedó una parte a salvo, a la que se llamó la “Isla de los perros”, porque era aprovechada esos días por muchos de estos animales para protegerse. Se llegó al extremo de hacer misas en las azoteas. Además se construyeron puentes de madera para poder ir de un lado a otro.
Afortunadamente, una profunda sequía que asoló a la antigua Tenochtitlan, en 1929, vino a favorecer la situación de la ciudad, en la que murieron 30 mil personas, entre ahogados y debido a la falta de alimentos; y hubieron de cambiar de residencia unas 50 mil personas. Afirman las crónicas, que al inicio de la inundación había 150 mil habitantes. Los orígenes del terreno de la capital mexicana, han sido definitivamente, la causa de las inundaciones, como esa de 1629. Recordemos que la Cuenca de México, albergaba varios lagos y fue precisamente en una de sus islas, donde había de fundarse la Gran Tenochtitlan.