LA TINTA ERRANTE

Pedazos de madera
Por Germán Campos

Uno de mis recuerdos más viejos fue aquel día, muy temprano en la mañana, cuando mi padre me pidió ayuda. Quería que lo acompañara a partir unos pedazos de madera para la estufa pues se acercaba la hora del desayuno. Salí de la casa un poco después que él y de inmediato sentí un golpe en todo el cuerpo debido a la baja temperatura. Mis dedos estaban entumidos. Tenía una sensación entre dolor y hormigueo en ambas manos pero, aun así, quise ayudarlo.
Tomé el hacha de la parte más baja del mango con la mano izquierda y puse la derecha cerca del medio. Lo intenté varias veces pero no pude despegarla del suelo ni siquiera treinta centímetros. Me temblaban los brazos en cada intento. El viento tampoco ayudaba mucho. Me golpeaba la cara como si fuera un montón de pequeños pedazos de hielo, lo que hacía más difícil concentrarme en la tarea pendiente. Traía puesta una chamarra con las solapas levantadas, una gorra que odiaba porque me hacía parecer el chavo del ocho y una bufanda delgada que no ayudaba mucho.
Mi padre estaba sentado a unos metros sobre un tronco en forma de banco. Sacó de su chamarra una cajetilla, tomó el último cigarrillo y lo encendió.
—Así que hoy es el día del cine de tu escuela—dijo con el cigarro aún entre los labios mientras se guardaba el encendedor en la bolsa del pantalón.
Mi padre nunca fue a la escuela. Trabajó desde los seis años haciendo todo tipo de mandados a las señoras que vivían en el barrio donde nació. Era el primogénito de catorce hijos. Siendo el mayor, siempre buscó la manera de ayudar a su familia. Me platicó que varias veces mi abuelo le insistió en volver a la escuela pero su respuesta siempre fue “el año que entra”. Para cuando mi padre cumplió dieciséis, sus trabajos eran mejor pagados. Aprendió un sinfín de oficios como ayudante de mecánicos, carpinteros, electricistas, choferes, etc. Decía que nunca fue a la escuela, pero que la escuela vino a él.
—Déjalo. Lo haré yo. Vete a alistar para que no llegues tarde —dijo mi padre y se levantó.
—No…—le dije mientras sostenía el aire en mi estómago e intentaba levantar el hacha de nuevo.
Aún sentía el dolor en mis manos. Una extraña decepción, sin mencionar el coraje, daba vueltas en mi cabeza. Momentos después, mi padre se acercó, se puso detrás de mí y me ayudó a levantar el hacha con mis manos. Ese primer golpe me hizo sentir como un hombre hecho y derecho, como solía decir mi abuelo. Mi padre sonrió y volvió a sentarse en el tronco. Tras varios movimientos, logré partir suficiente madera para la estufa.
—¿Ves? Apuesto a que no sabías que eras tan fuerte. Ahora ayúdame a llevárselos a tu mamá.
Puse los pedazos entre mis brazos y corrí hasta la cocina donde estaba mi madre.
—Ya está lista tu ropa sobre la cama. No olvides el permiso, tu papá y yo lo firmamos anoche. Si no, no te van a dejar entrar.
En casa no teníamos televisión, así que procuraba no perderme ni uno de esos eventos que la escuela organizaba cada último sábado del mes. “Matiné de películas en tu escuela,” rezaba el cartel frente a la explanada; como si lo fuéramos a olvidar. Subí a mi cuarto para vestirme y poner la hoja de permiso en mi mochila, junto con una merienda para la hora de las películas. Cuando bajé, mi madre estaba terminando su desayuno pero mi padre aún no había entrado de nuevo a la casa. Noté que aún estaba partiendo pedazos de madera afuera en el frío, con el viento pegándole en el cuerpo.
Tomé el plato que tenía mi sándwich partido a la mitad, salí de la casa y me senté junto a mi padre. Le ofrecí la mitad de mi almuerzo e hizo un gesto de aceptación con la cabeza. Mientras él comía su mitad del sándwich, tomé el hacha y repetí el movimiento que me había funcionado varias veces antes.
—¿No irás a la matiné? Creí que no te perdías esas cosas por nada en el mundo—dijo mi madre desde la ventana de la cocina.
La miré a los ojos con una sonrisa, luego miré a mi padre y seguí partiendo más pedazos de madera.

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