EL HILO DE ARIADNA

Nuevas palabras para viejos problemas o viejas palabras para nuevos problemas
(Del Antropoceno al Veinte)
Por Heriberto Ramírez

En esta región del mundo en que nos tocó vivir disfrutamos, cada vez más, cada lluvia como si fuese la última. Poco a poco nos hemos ido cayendo en la cuenta que la sequía no solamente es nuestra, sino que se extiende a muchas partes del planeta, y que los culpables de ese cambio en el patrón climático somos nosotros, los humanos.
Las causas para explicar cómo hemos llegado hasta esa situación, son diversas, pero en su mayoría apuntan que ha sido la intervención acumulada de los humanos sobre su entorno lo que ha traído una serie de consecuencias indeseables. Como primer culpable se apunta al capitalismo, o al capitalismo digital.
Lo cierto es que desde los orígenes de la especie humana, los sapiens nos vimos en la necesidad de calentar hogares, de cocinar, la invención del fuego, si me apuran puede ser considerada una causa condenable, para satisfacer esta necesidad de supervivencia había que usar leña y talar árboles; para alimentarnos cazamos animales de todo tipo, e inventamos la agricultura.
En paralelo a que llegamos a convertirnos en mejores cazadores, capaces de aniquilar presas mayores; también aprendimos a cosechar, a domesticar cultivos y ampliar la superficie de siembra. Así, acabamos con una gran cantidad de especies animales, hoy extintas. También en el camino se acabaron grandes extensiones de bosque, ya sea para hacerlas arables, o para convertirlas en combustible o en madera para construir embarcaciones o construir vivienda.
Puede apreciarse hasta aquí que el capitalismo, es al fin de cuentas una de las tantas consecuencias de un estilo de vida típicamente humana. Los humanos recibimos de Prometeo y de Ícaro grandes enseñanzas, que nos permitieron poco a poco ir domesticando también la naturaleza.
Cada cultura fue aportando lo propio, su sabiduría para conseguir una mejor caza, o en la forma de crear una tierra más fértil, de un mejor aprovechamiento del agua, de aprovechar al máximo la fuerza animal, saber cómo utilizar las plantas o la herbolaria para curar enfermedades, entre tantas otras.
Finalmente, hemos llegado hasta aquí, enfrentados a las consecuencias de una larga cadena de prácticas milenarias iniciadas por nuestros antepasados miles de años atrás. Pero, con un control amplio sobre la naturaleza, debe anotarse, con base en nuestros conocimientos.
Para nombrar esta nueva Era es que se ha acuñado el concepto de antropoceno, por ahí del año 2000, cuando el premio nobel de química holandés Paul Crutzen lo usó para nombrar la época geológica actual con la idea de expresar el impacto profundo y duradero de los humanos sobre la Tierra. El antropoceno, es, como apunta Jürgen Renn en La evolución del conocimiento, “el último contexto para una historia del conocimiento y el punto de fuga natural para una investigación de la evolución cultural desde una perspectiva global”.
Cómo dudar que nos encontramos en una encrucijada, una cruz en la que se bifurcan los senderos, de cuál habremos de escoger depende en gran medida el futuro de la humanidad, seguir apostando a los ancestrales estilos de vida o aprovechar la gran cantidad de conocimiento para darle un giro radical a nuestras prácticas sociales, en el más amplio sentido posible.
Porque es difícil dejar de pensar que alguien pueda no desear que la humanidad esté bien, si es como decía Comenius: “ni siquiera es un verdadero amigo de sí mismo si quiere vivir sano entre los enfermos, sabio entre los mudos, bueno entre los malos o feliz entre los miserables”.
Sin embargo, podeos apreciar que, a gran parte de la humanidad, para usar una vieja expresión mexicana, no nos ha caído el veinte, aquella vieja moneda de cambio, hecha de cobre que durante mucho tiempo funcionó en parquímetros o teléfonos públicos, utilizada para expresar nuestra falta de conciencia, nuestra indolencia de frente al deterioro medio ambiental que nos pone en una situación de profunda añoranza frente a la codiciada lluvia.
Hace cuestión de días leía en un diario local, firmado por César Lozano, cómo los cultivos de nogal que rodean la ciudad de Chihuahua amenazan con colapsar los acuíferos que alimentan la ciudad, con un cuidado análisis de las dimensiones de esta práctica. Es solo un ejemplo de actividades cuyas consecuencias son indeseables para preservar la vida en un entorno inmediato.
Lo mismo puede decirse de la ganadería, de cultivos de alta intensidad pensados para alimentar a grandes trasnacionales en la producción lechera o cervecera, bajo el consabido argumento que generan empleo. Pero nunca se dice sobre el deterioro ambiental que dejan tras de sí, con el acompañamiento de problemas políticos y económicos de quienes se quedan sin agua, o ambicionan seguir proveyendo a sedientas e insaciables corporaciones.
Cierto, es el conocimiento el que nos ha proveído de grandes beneficios, ha mejorado sustancialmente nuestra calidad de vida en relativamente unas pocas centurias. Sin embargo, también, ese mejoramiento, ha venido acompañado de un lado oscuro del desarrollo.
Enfrente tenemos un desafío descomunal, que demanda esfuerzos en la misma proporción, para el cual quizá resulte pertinente traer a colación las palabras de Erwin Schöeringer en ¿Qué es la vida?: “No veo otro escape a este dilema (no sea que nuestro verdadero objetivo se pierda para siempre) que algunos de nosotros deberíamos aventurarnos a embarcarnos en una síntesis de hechos y teorías, aunque con un conocimiento de segunda mano e incompleto de algunos de ellos, y con el riesgo de hacer el ridículo”.
O sea, habrá que aprender a pensar este inmenso problema de una manera global, a intentar unificar una serie de conocimientos hasta ahora dispersos, para construir teorías explicativas que orienten acciones y prácticas tendientes a resolver estos asuntos, aceptando también, que a fin de cuentas nuestros conocimientos, por más avanzados que los consideremos, tristemente, son imperfectos y limitados.

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