Las cinco sustancias de las que habló Balzac
Por Germán Campos
Durante una celebración de Año Nuevo con los miembros de mi familia donde fluía el alcohol, el tabaco y los aperitivos, vino a mi mente una idea de la que no pude esconder por varios días. Me perseguía incluso mientras hacía mis actividades habituales.
En aquella ocasión, entre todas las personas en esta reunión pude observar que, después de saciar una de las necesidades primordiales del cuerpo humano con alimento, los presentes prefirieron enfocarse en sus respectivos sanos vicios, si es que algo así en verdad existe. Desde la cerveza interminable, el constante humo que visita los pulmones de los fumadores momentáneamente para, instantes después, salir al ambiente común, y los postres bañados en calorías con el dulce atractivo que produce el alto consumo de azúcar.
En un espacio relativamente pequeño encontré, sin necesidad de esforzarme, varios vicios de los que había leído esa misma semana en un texto llamado “El Tratado de los Excitantes Modernos” del novelista francés del siglo XIX Honoré de Balzac. Balzac puntualizó en este tratado que en la economía humana existen cinco sustancias que la sociedad acostumbra absorber y que, bajo su consumo, la misma sociedad llega a transformarse; en otras palabras, el que las consume deja de ser él mismo, aun de manera momentánea.
Las cinco sustancias a las que Balzac se refiere en su texto son el aguardiente o el alcohol, el azúcar, el té, el café y el tabaco. Él enfatiza que “una parte determinada de la energía humana se dedica a la satisfacción de una necesidad; de ella se deriva esa sensación, distinta según los temperamentos y los climas, que denominamos placer”. Estas líneas tuvieron gran repercusión en mí en el aspecto de cómo manejaría a partir de esa idea mis propios vicios y mi consumo de estos “existentes modernos”.
Aquí es donde entro yo con mi historia. La verdad es que en mis años de adolescencia e incluso poco después (vaya cliché), esas cinco sustancias de las que habla Balzac han pasado por mi cuerpo. Algunos de esos “vicios” aún permanecen conmigo aunque de manera moderada. Quizás hasta me engaño a mí mismo diciendo que un vicio no es realmente un vicio si se tiene la habilidad de controlarlo; cualquier mentira que me sirva para seguir disfrutando del placer momentáneo.
Balzac también menciona que “cuanto menos ocupada está la energía humana, más tiende al exceso; la mente le lleva a él de forma irresistible”. Comenzaré compartiendo mi experiencia con el alcohol. Soy parte de las estadísticas trilladas en las que los adolescentes brillan por las cantidades de alcohol que alardean consumir. Acababa yo de entrar a la universidad y las oportunidades de asistir a alguna reunión donde el alcohol fuera inexistente eran bastante nulas. Formé parte de un grupo excepcional de amigos (hasta la fecha los frecuento) con los que relaciono una gran cantidad de anécdotas en las que las cantidades de esta sustancia no significaron problema alguno. Al menos, no para nosotros. Aun así, el alcohol jamás llegó a afectar nuestras responsabilidades y vaya que sí nos divertimos. Agradezco a mi divinidad de preferencia el no haber llegado a un estado dependiente del alcohol en donde creyera fervientemente en no poder funcionar sin él.
El azúcar se presenta como un miedo constante en mí. Esta sustancia cobró la vida de mi padre hace algunos años, quien luchó contra sus efectos destructivos durante casi dos décadas. La preocupación de correr el mismo riesgo está siempre presente. A veces siento que es como un destino del cual no podré escapar y me atrapará tarde o temprano. En lo personal, el azúcar no representa un vicio para mí. Aunque no acostumbro los postres a menudo, el ocasional antojo de algo que me comparte mi hija de diez años lo disfruto cada vez.
El café es otro estimulante en mi entorno habitual. Comencé a tomarlo como sugerencia de mi esposa pero poco a poco lo he ido adoptando como vicio propio. Sin estar totalmente seguro, el conteo de tazas que consumo a diario es más alto del que aseguro que es cuando alguien lo pregunta. Mi madre, otra fanática de esta bebida, me cuenta que ella lo acostumbra con una buena conversación, durante una llamada telefónica o mientras ve su programa favorito en la televisión. Mi esposa, la que me presentó esta sustancia ahora irremplazable, no considera el café como un vicio, sino más como un acompañante ocasional. Yo, en cambio, he intentado varias alternativas para moderar mi consumo de este brebaje pero, sin resultados favorables, vuelvo a la “satisfacción de una necesidad”, tal como lo explica Balzac.
Mi historia con el té es sencilla e, incluso, corta. Seis años atrás sufrí de una ansiedad insoportable que no me permitía dormir. Sentía que mis piernas tenían voluntad propia. Hasta cierto punto, se movían de forma independiente de mi cuerpo una vez que me preparaba para descansar. Mi esposa, una vez más, sugirió que saliéramos a caminar durante un rato antes de la hora de dormir y, al regresar a casa, prepararme una buena taza de té para ayudar a relajarme un poco. ¡Voilà! Desde entonces, sumé otra sustancia a mi catálogo de preferencias para aprovechar mejor mis horas-sueño.
En cuanto al tabaco, jamás hemos sido buenos amigos. Alguna vez nos presentaron pero ambos supimos que una amistad entre nosotros era totalmente inadecuada y nunca traería buenos resultados. De manera extraña, el verano pasado sentí la extraña necesidad de fumar aunque fuera un solo cigarrillo. Quizá fue la proximidad que tengo con el tabaco pues mi esposa es fumadora ocasional aunque, puedo decir con gusto, su consumo ha disminuido de forma considerable en los últimos diez años. Mi intento de fumar falló de manera miserable y, por fortuna, me siento agradecido de no contarlo en mi lista como uno más de mis “excitantes modernos”.
Pero basta de vicios y de mi relación estrecha con algunos de ellos. Todos son excesos que, eventualmente, tienen un propósito escondido: perjudicar de forma irremediable la salud. Aun así, es fácil hablar de los vicios de uno mismo sin sentir que se pueda ofender a alguien más. Ya lo dijo Felipe Stanhope de Chesterfield: “la gente, en general, soporta mucho mejor que se hable de sus vicios y crímenes que de fracasos y debilidades”.