VIAJE EN CARRETERA

De menudencias a menudencias, en la ciudad de México

Por Violeta Rivera Ayala

Hola queridos pasajeros, bienvenidos. Les cuento que cuando egresé de la UACH, me fui a la ciudad de México a estudiar la Especialidad en Literatura Mexicana en la UAM y ahí conocí al maestro José Francisco, de Poesía, muy reconocido y con varios libros publicados.
Le pedí que me diera un taller extracurricular y accedió a que nos viéramos cada semana un par de horas, sugiriendo como sede una cantina que estaba en la esquina de la Universidad; así podíamos aprovechar la botana gratis para comer y de ahí, luego de estudiar y un par de cervezas, regresar a las 4:00 p.m., justo a tiempo para su clase.
Los ejercicios cada vez los complicaba más; era como apretar una tuerca, pasamos de: escribe un soneto a tres alejandrinos, heptasílabos con acentos en tales números de sílabas, sin diptongos, con metáforas de algún tema, aliteraciones, rimas en los versos pares, asonancias y demás retórica que se convertía en un verdadero desafío.
Me confesó que a veces me llegó a imponer retos descabellados cuasi imposibles de ejecutar; era un dictado de fórmulas (figuras literarias) que había que accionar en la creación poética. De todo ello, curiosamente, lo que más recuerdo ahora es la sopa revuelta y aguada de fideos que nos daban en el botanero; él siempre le decía a la mesera: Con bastantes “menudencias”, por favor.
Fue la primera vez que escuché la palabra “menudencias” y me pareció bastante extraña. Había oído menuda, menudita, pero no “menudencias”. El plato, ignoro si llevaba higaditos de pollo, vísceras, pan u otra cosa, tomaba una textura lechosa y espesa, con entes sobresalientes. Aprendí mucho en esas tardes. Las charlas y el juego mental con el catedrático eran tan interesantes, que esos fideos pasaban a segundo plano.
Yo vivía en una unidad habitacional muy linda, pero como suele ocurrir en ese tipo de edificios departamentales, con paredes que parecen de papel. Los sábados se escuchaba a la vecina de al lado cantar y limpiar con música cristiana a todo volumen, interrumpida por los insultos y golpes que les propinaba a sus hijos: “¡Eres un maldito, no te da vergüenza haber nacido!… Una espiga dorada por el sol”.
Varias pláticas del piso de arriba eran tan claras como si estuviéramos en un mismo cuarto. En una ocasión, en que los ruidos y murmullos del exterior hicieron tregua, sus voces durante la merienda fueron tan nítidas, que casi podía verme en la mesa con ellos.
– ¿Quieres tu sopa con “menudencias”, papá?
– Claro que sí, hija.
Me puse a leer, mientras ellos seguían en su convivencia. El patriarca se disculpó: “Estoy cansado, voy a recostarme en el sillón”. Poco a poco sus conversaciones dejaron de interrumpirme hasta que de pronto cayó una lluvia de gritos:
– ¡Papá, papá! ¡No se mueve!
– ¡¿Qué?! ¡Vamos, reacciona, qué pasa!
– ¡No puede ser!
– ¡No, no, no, no!
Las exclamaciones se entrelazaron con llantos:
– ¡No respira! ¡Está muerto!
– No, no, no.
La tragedia se intensificó cuando llegaron los forenses a dar Fe del acontecimiento y comenzaron a hacer preguntas. Para mí ese hecho tan dramático, sonaba como radionovela de alto octanaje.
– ¿Qué pasó?
– Estábamos comiendo y sólo dijo que se sentía cansado y se fue a recostar aquí en el sillón.
– ¿Qué comió?
– Fideos, con “menudencias”.
Imposible no enterarse de todo. Los peritos judiciales se fueron y comenzó a llegar gente. Lo que antes era algarabía, se había tornado en dolor, incredulidad y rezos. Su comedor: un velatorio de cuerpo presente.
La densidad del ambiente era tal, que hice mi maleta y me fui un par de días con una amiga. En su casa me ofreció sopa de fideos con “menudencias”.
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