LA TINTA ERRANTE

 

Música*

Por Germán Campos

 

La noche antes de recibir mi primera sesión de quimioterapia, un miedo que jamás había experimentado reemplazó mi sangre. Lo sé porque exactamente así lo sentí. La incertidumbre fue algo que me envolvió como un abrazo indeseado. No suelo sentirme incómodo ante el miedo pero, por alguna razón, esta vez se manifestó como algo distinto. Quise prepararme para platicar con algún ser divino que estuviera disponible para escucharme pero no me funcionó. La intención se mostró un poco forzada. Desistí después del primer intento, aunque no descarté buscar una respuesta en otro momento.

Esa noche, recuerdo, alisté de forma minuciosa todo lo que necesitaba para presentarme puntualmente al día siguiente (ropa cómoda, documentación en orden, dinero para el transporte, etc.) y familiarizarme con lo que sería mi rutina durante los siguientes seis meses. Puse especial atención en el libro que me llevaría conmigo (me dijeron que, en mi caso, cada una de mis sesiones estaba programada para durar entre dos y tres horas, suficiente para leer un buen rato), saqué el cargador del iPod de la mochila de mi laptop y lo conecté para llenarle la batería. Eché un último vistazo al celular antes de irme a la cama y noté tres mensajes nuevos; dos de ellos tenían a mi madre como remitente y el tercero era de mi mejor amigo. Le llamé para confirmarle que todo estaba listo y que me encontraba tranquilo. Rechacé su ofrecimiento de acompañarme en el hospital y le dije que le llamaría en la tarde, dependiendo de cómo me sintiera para entonces. Colgué y llamé a la casa de mis padres. El teléfono sonó una vez y contestaron “¿bueno?” “Soy yo,” dije. Mi madre me hizo una lista de preguntas que me pareció preparada con anticipación y terminamos la llamada con “mañana nos hablamos” al igual que muchas de nuestras conversaciones por teléfono. Puse mi celular a cargar y me acosté para intentar dormir lo más posible.

El despertador del celular se activó a las seis treinta de la mañana. Mi cita era a las ocho y calculé que una hora y media sería suficiente para darme un baño, revisar mi maleta y mis documentos de nuevo y desayunar algo ligero. Poco antes de las 7 de la mañana, el teléfono comenzó a timbrar y el identificador me avisaba que alguien en la casa de mis padres quería hablar conmigo. Decidí dejarlo sonar y continué con mis actividades. No sería necesario dar explicaciones. Mientras me bañaba, recibí otra llamada pero ya no me importó. Ya habría tiempo después. Desconecté mi celular del cargador, solicité el servicio de transporte después de tomar mis pertenencias mientras tomaba algo de desayunar y salí de la casa. Parecía ser un buen día y deseé que siguiera así hasta que volviera del hospital.

El transporte llegó después de dos minutos. Me subí, saludé al conductor con un “buenos días” y él respondió de manera similar. Sentí la necesidad de revisar mi maleta una vez más y me di cuenta que no traía el iPod en ella. “Ching$%#,” pensé y le pedí al conductor que regresáramos porque había olvidado algo importante. Dio vuelta al carro en la siguiente esquina, llegamos a la casa y me bajé a recoger el iPod que aún estaba conectado cargando batería. Cuando regresé con el dispositivo en la mano, noté que el conductor lo vio y me miró con una expresión de incredulidad. Poco me importó, la verdad, y me subí de nuevo al auto para continuar el viaje al hospital.

“¿David Guillén?” dijo una señorita con su vista hacía una carpeta y los lentes a media nariz. Levanté la mano, tomé mis cosas y seguí a la enfermera a una sala al fondo de un pasillo corto. “En un momento viene alguien con usted,” me dijo y se perdió en una de las tantas puertas que habíamos pasado momentos antes. Unos minutos después, otra enfermera se presentó y me dio indicaciones junto con una breve explicación de lo que sería el procedimiento de mi sesión ese día. Presté toda la atención que mi cerebro me permitió a esa hora y traté de no cometer errores.

Lo que pasó inmediatamente después no se grabó en mi mente pero recuerdo estar sentado algo incómodo y con un poco de frío junto a una de las esquinas de la sala. Olvidé por completo el libro que llevaba para leer pero el iPod no me abandonó en ningún momento. Me alegré por haber regresado por él. La música me ha acompañado en todo tipo de momentos y esta ocasión no sería una excepción. También recuerdo haber cerrado los ojos en algún momento y haber dejado que la música circulara por mi cuerpo como un medicamento complementario. No pensé en nada más que en la letra de las canciones que estaba escuchando y comencé a inventar historias acerca de cómo imaginaba las circunstancias en las que habían sido escritas y para quién. Intenté dormir un poco pero no lo logré. Toda mi atención se enfocó en las melodías que me transmitían una paz que pocas veces experimento sin ellas hasta el día de hoy.

El miedo que sentí los días anteriores a este evento es algo indescriptible. Cada vez que comenzaba a sentirme así buscaba mis audífonos, salía al patio y dejaba que la música lidiara con mis problemas. Ponía todo en manos de las canciones. La música siempre ha sido mi mejor consejera y en esos momentos necesitaba escucharla con más atención que cualquier ocasión anterior. Gracias a la música lograba entrar en ese trance en el que no me siento vulnerable ni deteriorado; casi un lujo en mis circunstancias.

Esta enfermedad se empeña en fragmentar la poca concentración con la que cuento desde que me dieron aquella noticia. He tenido que forzarme a entrar en una disciplina totalmente desconocida para mí pero la música siempre me ha hecho las cosas mucho más sencillas y soportables; alguien me dijo que la risa era la mejor medicina y yo siempre sonrío cuando la escucho. Aun cuando mi mundo privado se vio dramáticamente alterado, el sonido que nace en mis audífonos me ayuda a no perderme a mí mismo.

*Basada en algunas conversaciones nocturnas con mi madre y otras más con un buen amigo.

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