EL ORÁCULO DE APOLO

El populismo y el desconcierto de las élites
Por Enrique Pallares

El consenso académico, tanto político como sociológico, define el populismo específicamente así: “Es una ideología incipiente que considera que la sociedad se divide en dos grupos homogéneos y antagónicos, ‘la gente pura’ y ‘la élite corrupta’”. En este discurso ideológico, se presupone que los dos grupos tienen intereses irreconciliables en los que ‘la gente pura’ ponen énfasis en la soberanía nacional y popular, o la nación del pueblo sabio. De ahí que el político populista se considere que es el único que representa la voz de todo el pueblo. El término ‘pueblo’ es usado al extremo en todos los discursos. El líder populista siempre preguntará a su audiencia ¿Quién quieres que gobierne, la clase política corrupta o el pueblo? Y, la respuesta es obvia.
Con esta caracterización de populismo, éste se convierte en un instrumento electoral o de poder y supuestamente de lucha reivindicatoria. Lo vemos en el Brexit en Inglaterra, en el Frente Nacional en Francia, en Podemos en España, Trump en EEUU, Maduro en Venezuela, AMLO en México, etc. Lo que tienen en común todos ellos es su reclamo de que las élites han fallado al pueblo, han usurpado la democracia y se han convertido en oligarquías o mafias. Como consecuencia, dicen que la gente debe recuperar su país votando por ellos (‘American first’, ‘hay que darle al pueblo lo que es del pueblo’ y cosas por el estilo). Así, dado que son representantes del pueblo, ¿qué necesidad hay de oposición y contrapesos del poder? Y, en consecuencia, todos sus adversarios pertenecen a élites corruptas, lo cual los deslegitima.
Ciertamente que existen, al menos, dos clases de populismos: de derechas y de izquierdas, razón por la cual no se puede hablar de un populismo genérico. Así, por ejemplo, ‘el pueblo’ para la derecha, se centra en un concepto étnico, por eso lucha contra la inmigración. La izquierda tiene un concepto más inclusivo, es un ‘nosotros’ tendiendo a ser más vago o vaporoso; es más retórico. Sin embargo, en algunas cosas, es completamente confuso. Por ejemplo, la derecha populista ha abandonado la defensa del libre mercado en favor del proteccionismo, y aquí, se acerca a la izquierda. Y en la izquierda se puede decir que es una medida de política fiscal, lo cual implica extender el concepto peligrosamente hacia la demagogia de la derecha.
Por otro lado, también se considera el populismo como un ‘liberalismo democrático’ cuyo objetivo es desmontar la democracia liberal, pues en donde se ha instalado, los partidos populistas se enfrentan a instituciones democráticas como la prensa libre, la división de poderes, organismos económicos para apoyar instituciones varias no gubernamentales, y especialmente contra la autonomía judicial (ahora será el Ejército el que llevará la tarea).
Así que, están pasando cosas imprevistas y desconcertantes a pesar de que se cuenta ahora con mejores instrumentos para conocer la sociedad y anticipar su evolución. Resultados electorales desconcertantes, pérdida de referendos contra todo pronóstico, avance de fuerzas reaccionarias, llegada de políticos, vía democrática, al poder que ya no quieren dejarlo. En tiempos de fragmentación, lo único común es el desconcierto.
Este desconcierto puede tener su origen en la fragmentación de nuestras sociedades con rupturas múltiples. En EEUU lo vemos concretamente entre las ciudades de la costa y el interior del país, entre la población blanca y las minorías, la ética protestante del trabajo y una cultura de la abundancia y la diversión, los medios tradicionales de comunicación y las redes sociales que crean comunidades auto-segregadas psíquicamente.
El populismo, de cualquier signo, creció porque las élites dirigentes no entendieron bien lo que está ocurriendo en el seno de sus sociedades. Ellos se encuentran en entornos cerrados que les impiden entender otras situaciones. La separación de una minoría que se distancia de los impulsos populistas, no tanto porque tengan una idea superior de democracia sino más bien porque no sufren las amenazas de precariedad a los más golpeados por las crisis económicas recurrentes o las secuelas como la pandemia de hoy; es decir, no comprenden los temores de los de abajo. No existe una visión de conjunto, tan sólo la comodidad privada de una parte y el sufrimiento invisible por la otra.
Quienes se han turnado en las directivas de los asuntos públicos (desde presidentes o gobernadores hasta diputados o senadores) no han comprendido bien lo corrosivo y destructivo que resulta para la democracia una persistente desigualdad, la diferencia de oportunidades y el enriquecimiento ilícito.
Los argumentos de las élites son plenamente falaces, pues se encrespan ante ciertas reacciones de los ‘de abajo’ considerándolas irracionales, pero al mismo tiempo, no ofrecen soluciones adecuadas en donde la mayoría de las veces estas son de carácter técnico y no político. La irritación no los debe de eximir de la responsabilidad de indagar las causas de ese malestar y ponerse a reflexionar que, tal vez, están haciendo algo mal en la función que les corresponde.
Decir que la política es representativa, que la globalización ofrece muchas oportunidades, que el racismo es malo, que el feminicidio no debe ocurrir o que hay mucha corrupción, es algo que sólo vale para tener razón en la retórica política, pero no sirve para plantearse las preguntas de por qué resulta tan irritante el elitismo político, qué dimensiones de la globalización son una amenaza real para la gente, qué aspectos culturales y educativos hay que modificar para disminuir el racismo y el feminicidio o qué organismos sociales hay que crear para disminuir la corrupción.
La cuestión es que tampoco la gente es necesariamente más sabia que sus representantes, por lo que esa fórmula de elitismo invertido -que es el populismo- no soluciona nada. Nos falta un mundo común, compartir experiencias, emociones y razones y no enfrentando a los de arriba con los de abajo.

Mostrar más
Botón volver arriba