El regreso del presidencialismo a Palacio Nacional
Por Rubén Iñiguez
El lugar se llama la Plaza de las Tres Culturas, y representa mucho para generaciones que lloran el pasado 2 de octubre, que intentan comprender cómo un gobierno victimó estudiantes. Fueron también dirigentes políticos que intentaron un cambio, logrando que se dieran modificaciones democráticas, mediante la reforma política, hasta llegar al triunfo del movimiento popular del presidente López Obrador, que sería la plenitud de la democracia, de la justicia, y de la honestidad, sin embargo, la realidad truncó sus sueños ideológicos.
Un lugar simbólico, que invita a la reflexión. Cuando se había llegado a una democracia electoral, a la representatividad de diversas corrientes políticas, cuando el pueblo entregó su confianza en quien ofrecía soluciones, pero no ha podido instrumentar ninguna. Se dio un regreso completo ante una sociedad en que pocos se percatan a dónde va. Por eso, la peregrinación cívica.
O bien, también llega a mi memoria, el pasado 20 de noviembre de 1910, que iniciaba el levantamiento armado convocado por Francisco I. Madero para poner fin al gobierno de Porfirio Díaz, y establecer elecciones libres y democráticas. Así lo establecía el llamado Plan de San Luis, proclamado por Madero desde su exilio en San Antonio, Texas.
Ese manifiesto denunciaba los abusos del régimen porfirista y ofrecía, entre otros proyectos, restituir a los campesinos los terrenos que les habían sido arrebatados arbitrariamente.
Se ha vuelto a implantar un monopartidismo muy poderoso, un control de los poderes de la unión en el ramo legislativo y judicial, en forma similar al precedente que conocimos con el PRI. Por eso me duelen los muertos de Tlatelolco, de los luchadores sociales, de la guerrilla, de otros alternantes, que produjeron un cambio social, y su sacrificio parece que ha sido en vano, pues en la actualidad, el modo de hacer política es como si el PRI se transmutara, siguiera como siempre con otras siglas y colores.
Es un regreso, en lo económico, a la rectoría del estado, a la manipulación de fondos, de fideicomisos, de la moneda y en general, de un manejo que se denominó “desarrollo estabilizador” pero con un nuevo nombre, La Cuarta Transformación. La diferencia estriba en que, en sexenios anteriores, no padecíamos tanto por la falta de desarrollo económico, pues los números del PIB y del empleo eran mejores que lo que vivimos hoy. Es simplemente una mala copia, que además no funciona.
Pienso en la tarde que cae serena en Tlatelolco, cerca de las 6 de la tarde. Cuando comenzaba un mitin del 68 que terminó en forma trágica, sin embargo, al día siguiente -3 de octubre- no pasó nada. Todo el esfuerzo de la izquierda, de la derecha, de políticos ambiciosos o inconformes, de tantos mexicanos idealistas, de partidos diversos, de líderes sociales, por obtener una democracia participativa, naufragó en nuestros días en una democracia dirigida por un autócrata, un súper-presidente por encima de todo.
Los jóvenes de entonces no lo supieron, que el “eterno retorno de la sociedad de Spengler” (Que refiere a una sociedad académica internacional que toma su inspiración de los trabajos e ideas del filósofo alemán Oswald Spengler (1880-1936), con ánimo de examinarlos críticamente, condenaría sus esfuerzos a cimentar de nuevo un presidencialismo que hace palidecer los poderes del pasado. Es como si aquello ya no contara, y como una broma cruel, regresamos a “más de lo mismo”.
Reflexiono y me alejo de este lugar. Pienso al acercarme luego al centro, la corta y enorme distancia que existe entre el Palacio Nacional y la gente común que camina por las calles del Centro, como antes.
De inmediato, viene también a mi memoria el pasado 6 de diciembre de 1914. Ese día ocurrió el instante en el que el fotógrafo Agustín Víctor Casasola inmortalizó a Francisco Villa sentado en la silla presidencial de Palacio Nacional, rodeado de otros revolucionarios, incluido Emiliano Zapata a su izquierda (quien nunca soltó su puro). Pancho Villa ocupó el asiento símbolo del poder de Porfirio Díaz.
Fueron dos las fotografías de aquel momento. Una en la que todos posan a la cámara y otra en la que se ve a ambos generales conversar. Minutos antes del retrato, los dos revolucionarios habían insistido amistosamente en que fuera el otro quien tomara asiento en tan simbólica silla. Fue la perseverancia de Zapata la que consiguió que fuera Villa quien tomara posesión.
Esa silla era tan importante que, de acuerdo con las crónicas de la época, el hermano de Zapata, Eufemio Zapata, anduvo buscando la butaca para quemarla. Le habían dicho que la silla había causado la desgracia de incontables generaciones de mexicanos y quiso deshacerse de ella por considerarla un objeto mágico cuyo maleficio cesaría en cuanto fuese destruida. Como no la encontró, la silla no sufriría daños y en la actualidad se conserva en Palacio Nacional.
Ese monumentalismo separa, enajena al ocupante, lo vuelve un enfermo de poder que piensa que todo sucede por él, para él, contra él, como es uno de sus miedos constantes.
Pienso en López Obrador, llamándose a sí mismo víctima. Un presidente que nunca está consciente de que ha llegado al puesto más alto.
Según él, renunció a símbolos ostentosos, pero los suplió por otros. Palacio Nacional es uno de ellos, su indiferencia para datos de muerte y sufrimiento de los mexicanos, son peores que el rodearse de lujos monumentales. Llamó a personajes impresentables a formar parte de su gabinete, a los que alguna vez habían sido parte de “la mafia del poder”, con ellos piensa construir el futuro, y mientras le sean incondicionales, no le importa si caen en actos de corrupción.
Es un presidente de emociones, de impulsos, de hígado y de tripa, de lealtades incontrovertibles con los cercanos y su familia, capaz de elevarlos, sin necesidad de estudios, preparación o títulos, a las máximas jerarquías del gabinete federal, a cambio de una lealtad irreflexiva, pero a costa de arruinar el impulso del cambio político. Prefirió premiar a sus más leales, aunque ineptos. Pero quienes repiten la misma demagogia del caudillo.
Es como un líder sin ideas, que necesita su show televisivo y una crédula multitud de seguidores, que, dicho sea de paso, cada día es menor. Pienso que vive pensando qué va decir mañana, aunque resbale con los datos, o le digan que acumula altos índices de mentiras.
No requiere ser pensador, no requiere técnica, ni posiciones de intelecto, Le basta con ser un conductor televisivo, un dirigente sin visión del porvenir, solo preocupado por lo que ha sabido hacer en su vida, una campaña política, ahora para retener el poder.
Debo de reconocer que sí es un líder, pero que se la pasa renegando del pasado y que nunca da soluciones. Se le agotaron las baterías, por lo tanto, necesita culpables del pasado, revivió a los conservadores, necesita la polarización, porque no puede armar un discurso constructivo. Dice ser el presidente más criticado de toda la historia, se hace la víctima, sin embargo, es él quien propicia las agresiones y descalificaciones a diestra y siniestra. A decir verdad, me parece que el ocupante del Palacio Nacional, tiene un serio desequilibrio mental.
Pienso en que, si hubiera sido Porfirio Muñoz Ledo, habría respuestas congruentes, buenas ideas, un cambio con sentido, un cambio que no sea rechazado por la propia realidad, un esfuerzo de unificación de los mexicanos, porque muestra un visión más moderna y sensata, pese a su edad. Sin embargo, no pudo ser dirigente de su propio partido.
Ojeo en un café que está por la avenida Chapultepec, una revista de nombre Nexos, de impecable prosa, de elevados contenidos, de datos técnicos que son hasta difíciles de leer o comprender, no es una revista para todos, sino para los pensantes de este país. Leo en ella un comentario de José Revueltas, misma que comparto y suscribo, pues dice que: “la tragedia de una revolución, es no saberse a sí misma”. Por lo tanto, creo que el caudillo de Macuspana, llevó a dicha revista o al mismo periódico Reforma, al linchamiento sin saber que, sin libertad de expresión, simplemente estaríamos a un paso de la tiranía.
También medito la frase que dice: “Una revolución que no se entiende ella misma”. Esta culminación de cambios democráticos naufraga en el autoritarismo de un solo hombre. Un líder que está haciendo daño y desvirtuando su propia intención de regeneración, para seguir con el fracaso en la lucha contra la corrupción.
Una edificación sobre arenas de mentiras, de ocultamiento de datos, de visión personal de un caudillo, ¿para eso hubo que morir en Tlatelolco o en la propia revolución mexicana?, ¿Quedará esperanza para México?
Qué rápidamente quedan atrás los años de la historia reciente de este país, y qué pronto se olvidan. Tlatelolco no se olvida, dice la consigna, la revolución mexicana y su sufragio efectivo no reelección y democracia participativa quedó en el olvido. Pues ya no está en la mente ni en el alma de los que gobiernan, enajenados en su supremo fin de conservar el poder, ser el relevo, el tapado próximo, ante el cual como antes, se hará la cargada, las genuflexiones, los alineamientos, los partidos nuevos, los viejos, los aliados… Todo como las viejas fotos de antes, cuando se destaparon a presidentes como López Portillo, que tuvo que hacer la comedia de convencer sin rivales, para ser presidente.
Hoy estamos de nuevo donde antes. Con un líder desconcertado que no comprende que es el presidente de todos los mexicanos. Que no admite que su poder se erosiona a cada error, a cada discurso, a cada acto inconsecuente. El tiempo se disuelve, como un día se disolvieron todas esas figuras reverenciales, que no tenían rivales, ni oposiciones estructuradas. Sin embargo, el costo ha sido alto y pudiera seguir repitiéndose, porque ¡el pueblo que no conoce de su historia, está condenado a repetirla!