EL HILO DE ARIADNA

“El Jonuco” de Enrique Servín
Por Heriberto Ramírez

En la esquina de la calle segunda y Coronado se colocó este viernes una placa en memoria de Enrique Servín, en su primer aniversario luctuoso. Su familia y amigos nos dimos cita por la tarde frente a lo que durante muchos años fue su casa, su estudio, el lugar de reunión de varias generaciones de escritores jóvenes que acudían a ese pequeño refugio en el centro histórico para abrevar de esa fuente inagotable de conocimientos que era Enrique. La placa solo dice:
“El Jonuco”
Aquí vivió Enrique Alberto Servín Herrera
Guardián de las palabras
(1958-2019)
Previo a la develación de esta placa, hecha en cantera, su hermana Gabriela agradeció a todos los que contribuyeron para que su colocación fuera posible, especialmente a los dueños de la vivienda, a la que durante más de veinte años Enrique les alquiló su “jonuco”, nombre que él le daba en alusión a su humilde jacal. Si bien por fuera es efectivamente un modesto espacio, en su interior albergaba una de las más deslumbrantes bibliotecas que jamás persona alguna haya poseído, cientos, algunos miles de libros en todos los idiomas llenaban todas sus pocas paredes, se apilaban por doquier. Luego, Hugo Servando Sánchez leyó un maravilloso texto, con palabras impregnadas de un emotivo agradecimiento al sentido que Enrique le dio a la vida de tantos.
Ese era su centro de operaciones, ahí estudiaba, leía, releía, traducía, realizó durante mucho tiempo su taller literario los sábados a medio día, convivía con sus más entrañables amigos, Hugo, Nelson, René. Seguido, especialmente en verano, se les veía charlar animadamente, en la puerta de su jonuco. Ayer ese pequeño espacio congregó a, quizá, un centenar de personas, todas devotas de la figura y la memoria de Enrique. La encrucijada de estas calles céntricas atestiguó el enorme cariño de su familia y sus numerosos amigos.
Ahora, ese sitio que antes irradió de entusiasmo, animosidad y sabiduría a tantos hoy es un modesto monumento a la enorme estatura de un esfuerzo descomunal de un hombre apasionado, si no obsesionado, por develar las entrañas más profundas de lenguaje en todas sus formas, pasión-obsesión a la que le dedicó sus horas, días más preclaros desde su niñez, y seguramente lo hubiera seguido haciendo. Es imposible imaginar que la mente de una persona pueda albergar en su mente tal cúmulo de información, si Borges lo hubiera conocido, igual hubiera caído rendido.
Gabriela, su hermana, nos contó de un sinfín de recuerdos, textos, objetos, algunos casi inverosímiles que Enrique atesoraba, alguna vez él me mostró en una pequeña bolsa hermética, dos minúsculos objetos, milimétricos, se trataba de un desprendimiento de la superficie del barandal en lo más alto de una de las torres gemelas de Nueva York cuando las visitó en compañía de Lourdes Carrillo su entrañable amiga, con quien fundó, con otros más, la revista literaria Palabras sin arrugas y su editorial La Plancha. Así que con esta manía debió tener una gran cantidad de objetos extraños, seguramente traídos de sus múltiples viajes, no solamente eran a países lejanos, sino también de nuestros cerros y arroyos, aunque algunos, a veces, bastante inaccesibles.
La mejor noticia, compartida la tarde del viernes, fue saber que sí habían encontrado la computadora personal de Enrique, y con ella la novela que venía trabajando desde hacía algunos años. Así como el texto completo de El libro de las cosas que no existen, del que habló con muchas personas, pero que él lo concibió como un proyecto póstumo. Por supuesto debe haber muchas cosas más, que con el tiempo iremos conociendo, porque a pesar de ser siempre tan abierto, él en sí mismo era un enigma.
Un par de horas antes, la Secretaría de Cultura realizó la develación de un obelisco en los jardines de sus instalaciones, porque durante muchos años ese fue el centro formal de trabajo de Servín. Entregado a la preservación de las lenguas originarias, un proyecto cristalizado en una gran cantidad de libros, material didáctico y traducciones, como El principito en lengua rarámuri. En este, también, sentido homenaje Sergio Fernández leyó un gran texto alusivo a la importancia de la memoria, en la que ahora vive y que es de todos el perínclito Enrique Servín, nuestro más fiel y querido guardián de las palabras.

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