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La laicidad del Estado mexicano, cosa muerta para nuestros políticos

Por Mario Alfredo González Rojas

 

Ahora, 10 de septiembre, con motivo de las últimas violaciones, tan criticadas al Estado laico (constantes por cierto), cometidas por el presidente de la República, recordé algo muy ilustrativo, como es la portada del libro de Marta Eugenia García Ugarte, «Poder político y religioso. México siglo XIX». Allí aparece el papa Pío IX, dando la bendición a Maximiliano y Carlota, en 1864, para que les vaya de lo mejor en su gobierno próximo a implantarse en México. A propósito, la señora sería la regente en las ausencias de su marido el emperador.

La foto no tenía nada de excepcional, dado que se trataba del gobierno que representaría Maximiliano, luego de los arreglos a que se llegó, producto del ofrecimiento de la corona por parte de la Iglesia católica y miembros del partido conservador. Lo que sí es excepcional y aberrante, es que el jefe de un Estado, republicano y señalado como laico por la propia Constitución, haga alusiones en sus comentarios, al papa, como sucede en la actualidad, en nuestro país. Y también el que como agregado, lo aderece con alusiones a la Biblia.

En este abierto y cínico ultraje a la ley, se encuentran también gobernadores, presidentes municipales, legisladores, funcionarios de toda laya, a quienes no se les cae el nombre de Dios de la boca y de una u otra forma, se olvidan de la separación Iglesia-Estado, que para alcanzarse, llenó con luto y sangre a nuestro país en gran parte del siglo XIX.

Laicidad es la separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa, como lo marca la Real Academia Española. Más evidente que el sol, no puede ser: están prohibidas para el gobierno las menciones de cualquier creencia religiosa, así como todo lo que tenga que ver con estas. En tal concepto, se ha repetido toda la vida, hasta el cansancio, que costó mucho a los mexicanos la separación entre Iglesia y Estado, por lo que es inconcebible que en un «dos por tres», se pierda el respeto a nuestras leyes.

Recordemos cómo con la promulgación de la Constitución de 1857, se levantaron en armas clérigos y conservadores. Todo un poder económico y político acumulado desde los tiempos de la Colonia, se venía abajo con la nueva Carta Magna. Hubieron de pasar entonces acontecimientos muy dolorosos en la vida del país; sobrevino la llamada Guerra de Reforma, la que culminó el 22 de diciembre de 1860, con la batalla de Calpulalpan a favor de las fuerzas liberales del gobierno.

Previamente, en agosto de 1859, se lanzó el «Manifiesto de los obispos» contra los decretos expedidos por el presidente Benito Juárez en Veracruz, el mes de julio pasado, los que a consideración de la Iglesia «llevarían al extremo la persecución sistemática contra la misma», como diría el obispo de Michoacán, Pelagio Antonio Labastida. Estos decretos, se quejaban, eran una continuación de la Ley Juárez, expedida en 1855, por el presidente Juan Álvarez y que había sido redactada por don Benito, en su carácter de Ministro de Justicia. La ley, que fue la primera expedida de las Leyes de Reforma, era sobre desafueros militares y eclesiásticos; exigía, que tanto los militares y los religiosos fueran juzgados por cualquier tribunal del Estado en asuntos civiles. De ese tamaño era su alcance!

El citado Manifiesto de los obispos, lo firmaban, entre otros, el arzobispo de México, Lázaro de la Garza y el obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía. En la Constitución de 1857, se asentaban la libertad de enseñanza, que antes era de exclusividad de la Iglesia, así como la libertad de cultos, cuestiones que significaban un duro golpe para el poder clerical. En las constituciones precedentes, no se afectaba la condición de «única», de la religión católica. Incluso, cabe mencionar, en 1813, en plena Guerra de Independencia, en Los Sentimientos de la Nación, documento presentado por José María Morelos (no Vicente Guerrero, señor López Obrador) y en la Constitución de Apatzingán, de 1814, se establecería la religión católica con el carácter citado.

A pesar de que en 1860, en la Ley sobre la libertad de cultos, expedida por el presidente Juárez, se instituía la protección de las leyes al ejercicio del culto católico y de otras iglesias, claro sin dejar de lado el derecho a escoger la religión que se quisiese, los obispos «pusieron el grito en el cielo», persistiendo en su constante protesta, más que todo por los privilegios perdidos. Esta institución pidió al emperador Maximiliano desde su llegada en 1864, la derogación de las adjudicaciones de los bienes eclesiásticos y la tolerancia de cultos. Sin embargo, llegó el momento en que los obispos, enemigos de la república, tampoco tendrían el apoyo del emperador. Leyes de Reforma, además de las ya mencionadas, como la de uso de cementerios, la Ley del Registro Civil, contribuían a los objetivos del Estado y menoscababan enormemente el poder económico y político del clero.

El presidente hubo de desterrar a varios obispos, entre ellos a Antonio Labastida, que era el que más fuerte oposición mostraba a las Leyes de Reforma. Tan férrea era su lucha, que en la amnistía de 1870, dictada por Juárez, en la etapa medular de la República restaurada, no se incluyó entre los «perdonados» al propio obispo.

Las Leyes de Reforma que fincaron las bases del México moderno, definen al Benemérito de las Américas, así como su inquebrantable respeto y observancia a la ley. En su lucha por estos principios, se enfrentó a los enemigos de México del interior y del exterior. Resulta en esta dimensión, absurdo, estúpido y ridículo que alguien que viola la laicidad del estado, así como diversas disposiciones de la Constitución, se autonombre «juarista», como es el caso del presidente López Obrador.

Y lo más triste, trágico, es que la Constitución Mexicana, luz y sendero de los mexicanos, tenga tan escasos defensores.

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