LO QUE NO SOMOS TODOS LOS DÍAS

 

La nostalgia por las cartas, un bien perdido

Por Mario Alfredo González Rojas

 

Una costumbre de muchos por la mañana, es preguntarse al dejar la cama, qué día es hoy. Y otra costumbre de no tantos, es querer recordar, qué de especial tiene el día… si hay algo histórico, una fecha de las grandes, etc. En esta frecuencia, recordé que este 20 de agosto, fue aniversario de la creación del Servicio Postal Mexicano; algunos de entrada, dirán que eso de hacer cartas es de toda la vida.

Pues las cartas no tienen edad, sólo, claro a partir de que el hombre sabe escribir (perdón por no emplear el lenguaje inclusivo, el que francamente me parece cansado y otras cosas) y de que tuvo en sus manos, un papel y un carbón o pluma de ave. Pero vayamos a la historia de nuestro país.

El 20 de agosto de 1986 se creó el servicio mencionado, que significó hacer descentralizado el servicio de correos y darle personalidad jurídica y patrimonio propio. Esto es algo que no le incumbe a quien manda una carta, porque la manda y ya, bueno con su respectiva estampilla, adherida al sobre con saliva.

A través de tantos años, siglos, las cartas jugaron un rol muy importante en la vida pública y privada de nuestro país; una epístola era el conducto necesario e ineludible para la comunicación. El correo se fundó en el virreinato por cédula real del rey Felipe Segundo, del 31 de mayo de 1579, y aunque una empresa privada prestó a partir de entonces el servicio, a la gente le daba lo mismo, se comunicaba y ya. Y claro, antes de esta institución, las personas se las ingeniaban para enviar sus mensajes.

Por ejemplo, Hernán Cortés envió su Segunda Carta de Relación al emperador Carlos V, el 30 de octubre de 1520, desde Segura de la Frontera (la segunda ciudad fundada por el conquistador), hoy Tepeaca. La remitió en un barco y en ella daba cuenta de la forma en que Moctezuma lo recibió a él y sus más cercanos, con unos 200 hombres. Y le contaba pormenores del encuentro con el monarca mexica. Grandes acontecimientos se difundían, no había de otra, con los medios al alcance.

Desde 1579, como queda dicho, se contaría con el servicio de envío de cartas, para quien supiera -en esos tiempos la mayoría eran analfabetos- escribir y tuviera algo qué comunicar. Ya en 1766, el servicio de correo quedó en manos del virreinato.

El guardar cartas constituía un archivo invaluable, con muchos datos, muchos secretos, que posiblemente ahora nos parezca intrascendente. Hacer una carta implicaba poner en orden sentimientos e ideas, era un ejercicio que precisaba nuestra percepción de las cosas, nos ayudaba a comunicar también lo acumulado con el paso de los días.

Cuántas cosas fundamentales se trataron a veces en unas cuantas líneas, o en extensas peroraciones. Un libro de los que de vez en cuando releo, es «24 Cartas célebres», que es una selección de epístolas de la Edad Media al Siglo XX. Tiene historia y literatura, porque transmite mensajes que marcaron rumbos y también una forma bella, producto de meditar lo que se escribe y buscar las mejores imágenes para hacerlo.

Permítaseme rememorar, creo que no está por demás, algo de esa obra. Una gran carta inserta en este libro, es la que remite Benito Juárez, desde Monterrey, Nuevo León, a Maximiliano el 28 de mayo de 1864, precisamente el día en que él y su esposa Carlota llegan a Veracruz. En ella da respuesta, a la que le enviara el austriaco desde la fragata Novara, el 22 del mismo mes, y en la que le refiere que venía a México, respondiendo a la solicitud espontanea de los mexicanos para que nos gobernara.

El presidente le comunicaba que se sentía sorprendido de tal apreciación, puesto que sólo nueve o diez poblaciones habían expresado su deseo de que viniera a ejercer un imperio. Además, el ingenuo intruso hasta trabajo le ofreció a Juárez, etc. La respuesta digna del presidente no se hizo esperar, como correspondía a su posición.

Hay otra carta famosa de esos años, siguiendo con el hilo de la Intervención Francesa, enviada a don Benito, por el escritor Víctor Hugo, desde Francia en 1867, para pedirle que no se fusile a Maximiliano, pero dejemos para otra entrega su comentario.

Ya que estamos con las loas a las cartas, vayamos a la Colonia, en el siglo XVII, con Sor Juana Inés de la Cruz, en una misiva más del libro mencionado, con la célebre monja que pasó a la historia por su lucha para «aprender», en una época en que se reservaba sólo para los hombres el conocimiento.

En esa aventura, el obispo de Puebla, quiso convencer a Sor Juana de que dejara las letras, para que se dedicara en cuerpo y alma a su supuesta vocación religiosa. El obispo Fernández, quien firmaba con el pseudónimo de Sor Filotea de la Cruz, quiere persuadir a la poeta, de que deje el estudio y la escritura, pero la excelsa mujer le refuta con finura, y literalmente se lo come al prelado, diciéndole que además el estudio le ayudará a llevar mejor su vocación, etc.

Debo reconocer con decepción, que lejos de hacer cartas y además manuscritas como se usaba, hoy los muchachos ni siquiera saben escribir muy bien, todo se lo dejan a la «compu». Este aparatito, mágico en algunos sentidos, ha hecho que la comunicación sea escueta, en los famosos emails; o usando el celular, con un léxico raquítico y chabacano. Antes se esmeraba el remitente por elaborar una carta, que se entendiera, con una letra legible, sin faltas de ortografía y además, expresando todo con la mayor claridad. Eran verdaderos ejercicios del pensamiento, para que no quedara duda de nada, sin la premura de ahora, en «el ay se va, que al cabo se entiende».

Muchos hasta coleccionaban estampillas, le hacían al filatelista hasta por no dejar. Desde que salió la primera estampilla en 1856, con la efigie de perfil de Miguel Hidalgo, en el gobierno de Ignacio Comonfort, empezó para los curiosos la tarea de juntar esos sellos.

No obstante la lentitud, la tardanza con que las cartas llegaban a su destino, las extrañamos con el sabor triste de la nostalgia, en este mundo de velocidades, de relampagueante confusión.

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